El
pasado imposible
de Javier Cercas
No sé si atribuir a la casualidad el hecho de que en los
últimos tiempos gente tan diversa como Jorge Semprún y Claudio Guillén haya
aludido a la amnesia que, en su opinión, y en lo que se refiere a la historia
inmediata, aqueja a los españoles; por su parte, Jordi Gracia, joven y
minucioso conocedor de la cultura de la posguerra, parece coincidir con ellos
al postular en su último libro la existencia de un 'pasado oculto'. Amnesia y
ocultación: ninguna de las dos palabras es venial; tampoco, me temo, exagerada.
Aun a riesgo de incurrir en la obviedad, en lo que sigue trato de razonar esta
afirmación.
Como todo el mundo sabe, la transición consistió en un
pacto mediante el cual los herederos de los derrotados de la guerra renunciaban
a pasar cuentas de lo ocurrido durante 43 años (que fue el tiempo que duró la
guerra española, porque la posguerra no fue sino la continuación de la guerra
por otros medios), mientras que, en contrapartida, los herederos de los
vencedores aceptaban la creación de un sistema político que acogiera a todo el
mundo, incluidos los herederos de los derrotados. Demasiado jóvenes o demasiado
ilusos, en la segunda mitad de los años setenta a muchos (incluidos algunos
herederos biológicos de los vencedores, como es mi caso) aquello nos pareció un
enjuague ignominioso o, por mejor decir, una estafa. Ahora, transcurridos más
de veinticinco años de la muerte de Franco, casados y con hijos e hipotecas y
pocas ilusiones, tendemos, sospecho, a ser más transigentes. Está bien; aunque
sólo sea como hipótesis de trabajo, aceptémoslo: aceptemos que la política es
el arte de lo real y que la transición no pudo hacerse de otro modo y que,
hechas las sumas y las restas, todo salió bastante bien. Aceptémoslo: después
de todo, la muerte del dictador no desencadenó la guerra que por entonces
tantos temían -o deseaban-; salvo cuatro descerebrados, hoy nadie se mata por
las calles y España es un país europeo y democrático, y no hay que ser
aznarista, sino sólo haber leído un poco de historia y haber viajado un poco
para reconocer que, incluso por comparación con algunos de sus vecinos
europeos, España funciona pasablemente bien. Insisto: aceptémoslo. Pero
entonces habrá que aceptar también el precio que hubo que pagar por ello, y
parte nada desdeñable de ese precio es el olvido; o, si se prefiere, esa
neblina de equívocos, malentendidos, verdades a medias y simples mentiras que
envuelve los años de la guerra y la inmediata posguerra, y que impide un conocimiento
cabal del significado de ese periodo. No me estoy refiriendo aquí, por
supuesto, a la labor de los historiadores, que, hasta donde alcanzo (y salvo
las excepciones de rigor, que confunden el oficio del historiador con el del
juez), me parece muy meritoria; me refiero a lo que podríamos llamar, si se me
permite el énfasis, la conciencia colectiva, el conocimiento que el ciudadano
de a pie posee del pasado inmediato de su país: es muy probable que un
estudiante de bachillerato tenga una idea más exacta de la batalla de Lepanto
que de la rebelión militar del 18 de julio -si es que sabe que fue una rebelión
militar-. Tampoco afirmo que esa cancelación del pasado obedeciera en exclusiva
a una decisión política; sin duda hubo también una generalizada vocación de
olvidar, como si todos sintiéramos que el peso de la historia reciente era
excesivo y nos apresuráramos avergonzadamente a enterrar al 'intratable pueblo
de cabreros' que habíamos sido (la expresión es de Gil de Biedma) para
instalarnos en una posmodernidad tan lúdica y rutilante como superficial,
porque apenas conocía la modernidad. No hace mucho, la televisión pública de
Cataluña emitió un escalofriante programa titulado Los niños perdidos del
franquismo; en él se abordaba un episodio inverosímil, apenas conocido por
los propios historiadores: el modo en que, durante la guerra y la inmediata
posguerra, el Estado y la Iglesia franquistas arrebataron sus hijos, para
librarlos del veneno que habían inoculado en ellos sus madres, a muchas mujeres
republicanas encarceladas, que nunca volvieron a saber de ellos. En determinado
momento, una de esas hijas sin madre aseguraba que aquélla era la primera vez
en su vida que hablaba de su historia, y cuando el entrevistador, perplejo, le
preguntó por qué, la mujer contestó: 'Porque nadie me había preguntado por
ella'. Ése es parte del precio de la transición.
Una neblina de equívocos, malentendidos, medias verdades
y simples mentiras, decía más arriba. Los ejemplos de ello son innumerables; me
limitaré a uno. Hace unas semanas, con motivo de la muerte de Camilo José Cela,
los periódicos se llenaron de artículos de ocasión en los que se definía La
familia de Pascual Duarte, de forma casi unánime, poco menos que como un
revulsivo antifranquista. Así formulada, la frase sólo puede ser un sarcasmo:
¡un revulsivo antifranquista en 1942, cuando el único antifranquismo que
existía en España estaba enterrado, en el exilio, en el monte o callado! Pero
dejemos de lado los sarcasmos; dejemos de lado, incluso, a Cela: olvidemos por
un momento las incómodas actividades del novelista durante la guerra, que hizo
en el bando franquista, y su ocasional trabajo de censor en la inmediata
posguerra; olvidemos que Juan Aparicio, a la sazón delegado nacional de Prensa,
hizo cuanto estuvo en su mano poderosísima de falangista por promoverlo a la
categoría de modelo y representante máximo de la narrativa de la nueva España
de Franco; olvidemos incluso que a ninguno de sus colegas, amigos y lectores
del momento se le ocurrió dudar, ni siquiera por asomo, de la fidelidad de Cela
a los ideales del 18 de julio. Olvidemos todo eso (ya es olvidar) e imaginemos
en Cela (ya es imaginar) a una suerte de emboscado opositor al régimen, y
volvamos a leer entonces la novela. Ésta, como se recordará, consta en su mayor
parte de la confesión de un brutal campesino extremeño cuyo historial delictivo
culmina con el asesinato de su madre y, ya en la atmósfera de violencia
prerrevolucionaria que antecedió y fue la justificación del golpe de Estado
militar ('durante los 15 días de revolución que pasaron sobre su pueblo'), con
el asesinato del conde de Torremejía, que es el hecho que lleva a Pascual, una
vez instaurado el orden franquista, primero a la cárcel y luego al garrote vil,
no sin que antes haya aceptado un castigo que en su fuero interno considera
justo. Bien: quienes insisten en leer La familia... como una novela
(digámoslo así) disidente aducen como máximo argumento el hecho de que la
España tremenda que allí comparece se halla en los antípodas del esplendor
postizo que fingía la España imperial de Franco. Como argumento es endeble
(supone que la novela habla de la realidad española, y no de literatura, que es
de lo que probablemente habla; supone que Juan Aparicio y los suyos eran
idiotas, cosa que desde luego no eran, o no todos); pero, si nos resignamos a
aceptarlo, entonces el argumento se vuelve contra quienes lo esgrimen, porque
la España de desolación que en teoría refleja la novela es precisamente
la anterior a la guerra, aquella con la que, de acuerdo con la lógica de los
vencedores, la España esplendorosa de Franco vino a acabar. O, dicho de forma
más clara: durante los años cuarenta La familia de Pascual Duarte no
pudo ser leída más que como una constatación de la trágica necesidad de la
guerra, considerada, de este modo, como una suerte de catarsis de urgencia que
limpió el país de los Pascual Duarte que lo asolaban, sembrándolo de ruido y de
furia. Así lo reconoce implícitamente el propio Pascual al dirigir su confesión
al único amigo del conde de Torremejía que conoce y al aceptar su castigo, y
algunos de los más perspicaces comentaristas contemporáneos de la obra, como
Pedro de Lorenzo, acertaron de lleno al arrimar la exaltación de la violencia y
el irracionalismo vitalista que rezuma la obra al ideario estético de Falange.
Ésta es, si no me engaño, la única forma sensata de leer la novela, a no ser
que decidamos prescindir de los datos de su contexto, de la placenta que la
engendró, que es (al menos en principio) la forma más equivocada de leer una
novela.
Casi da un poco de vergüenza aclararlo, pero, por si
acaso, diré que lo anterior no le resta ni le añade mérito alguno, sea cual sea
éste, a la primera novela de Cela; simplemente obliga, a mi juicio, a leerla de
forma distinta. Se dirá también que ese error casi unánime de interpretación es
sólo un malentendido menor, meramente filológico; discrepo: no puede serlo algo
que atañe de forma decisiva al significado de la novela más emblemática del más
emblemático de los novelistas de posguerra. No: se trata de algo más
importante; se trata de un síntoma. Porque malentendidos y sombras similares a
los que pesan sobre la obra y la biografía de Cela pesan también sobre la
biografía y la obra de muchas figuras fundamentales de la cultura española de posguerra,
llámense Laín Entralgo o Torrente Ballester o Antonio Tovar, José Luis
Aranguren o José María Valverde o Manuel Sacristán, gente que, cada una a su
modo y desde luego como el propio Cela y como tantos otros, había contribuido
desde mucho antes de los años setenta a airear culturalmente el país y, también
a su modo, a traer la democracia, pero que durante los años de la transición y
los posteriores podía temer con razón que el reconocimiento de sus pasadas
afinidades ideológicas iba a provocar, en manos de gente que consideraba la
transición como un estafa o de indocumentados que confunden el oficio de
historiador o de periodista con el de juez, demasiados equívocos. No digo que
no llevasen razón, y lo único que alguien joven e iluso y sin hipotecas ni
hijos se atreverá a reprocharles es que, a diferencia de Dionisio Ridruejo, en
vez de escamotear la realidad o de eludir mirarla de frente no entendieran del
todo la importancia que la verdad del pasado tiene para fabricar un futuro de
verdad. No seré yo quien les reproche nada: no es momento de reproches; ni
mucho menos, insisto, de juicios. Pero sí, me parece, de afrontar la verdad, la
verdad de nuestro pasado, para poder entenderlo y entendernos. Porque ahora, 27
años después de la muerte de Franco y del inicio de la transición, aquel
escamoteo -que, por supuesto, no sólo afecta a la cultura, sino a toda la
sociedad española- ya no hace sino aumentar los equívocos, y este país puede ya
permitirse el lujo de mirarse al espejo sin avergonzarse de sí mismo,
reconociéndose como el intratable pueblo de cabreros que fue y por fortuna ha
dejado de ser, pero no de seguir viviendo con una memoria falseada a cuestas.
No sólo porque el conocimiento del pasado inmediato es un deber moral, ni
porque, como dice el tópico, los países que olvidan su historia están
condenados a repetirla, sino sobre todo porque el hijo de un pasado imposible
es, indefectiblemente, un futuro imposible.